lunes, 11 de julio de 2011



Fue en el viejo coche de mi hermano, donde él mismo me recordó mi antigua afición en la que  demoraba horas de mi tiempo libre y con la cual aún podía mantener mi cordura. Consistía en escribir un diario, un diario paralelo. El escritor escribía sus preocupaciones en la piel de otra persona, por ejemplo: imagínese que usted es un chico de unos dieciocho años que no encuentra trabajo. Entonces puede escribir un mundo paralelo donde una famosa cantante de jazz secuestrada por unos rusos, se la llevan a Italia i mientras la desnudan, se llevan la sorpresa de que es travesti. No es la misma crisis, pero es una crisis con que el escritor se puede desahogar, y en el armario de mi habitación había decenas de esas libretas, donde contaban historias de personas que ni siquiera deberían existir en un papel. De hecho pueda que yo sea uno de esas hojas, y que solo exista en la mente de esa persona o de algún posible lector. Fuera como fuera, estaba orgulloso de mí, había conseguido un gran cambio en poco tiempo y de la noche al día, había cambiado la vestimenta que últimamente era la cotidiana,  una bata verde para evitar que me estrangulara, y así evitar el estrangulamiento con posibles cinturones o corbatas de mi ropa. Al mismo tiempo ya no estaba dentro de aquella sala revestida de cojines, si no en la estación, en mi querida estación de tren.
Me veía apoyado contra la columna de la entrada, con unas botas desgastadas negras, que me habían devuelto después de mi largo letargo, una camisa verde a cuadros escoceses me recubría mientras  los primeros botones descordados me daban un aire de despreocupación  y entre mis labios reposaba un cigarro medio mordido por los nervios de volver a respirar libertad. Por si fuera poco, de fondo sonaba una canción que me recordaba a la época del far west, ¿Qué mejor para empezar? Pero la harmonía se rompió cuando cambiaron aquellos golpes secos de guitarra a la alegre melodía de ABBA, dejando un perfume de flores al entorno y parecía que se hubieran propuesto a bailar todos al compás, dejándome a mí tirado en una aura negra que nadie podía evitar notar en mí alrededor. Me en retire mi cabello negro, dejando entrever otra vez el mundo por mis ojos color oliva, y como si la personalidad de las personas se pudieras entrever con el color que les rodeaba, pude ver otra negra, sentado en un banco con la pintura rasgada mientras leía el periódico y como por arte de magia, los rayos del sol iluminaron el rostro, haciendo que el color de sus ojos se volviera de un almendrado más intenso. En el momento lo reconocí.


Su dorada piel resplandecía bajo el sol. Desde pequeño me había interesado en él, Frank. Cuando robábamos la ropa interior de la señorita Kievra, él reía mientras el viento dejaba llevar su pelo negro, cortado de una forma ridículamente redonda. Con solo doce años, a él le brillaban los ojos por el pequeño tesoro recién robado con tacto de seda, y los míos resplandecían por el dios que tenía ante mí. Empecé a darme cuenta de que, no solo tenía un ser humano delante mío, si no mi futuro. Continúe con sus juegos, y avanzábamos poco a poco de edad. Los días transcurrían haciendo inocentes travesuras, que al final no fueron a ser tan inocentes. Nuestro cuerpo cambiaba y nosotros lo notábamos. Bajo nuestra piel se encendía la sangre en espiar a las hijas del séptimo piso, jugar a bádminton en el patio interior. Sus dulces mejillas se encendían en ver las piernas de las jóvenes jugadoras, saltar en cuando la pelota, recubierta de plumas, iba más allá de sus alcances. Y mientras él estaba absorbido en la escena, yo me dejaba llevar por un inflamable aire, que hacia mover mi casi inexistente flequillo, mientras ese mismo, tachaba mi piel emblanquecida, por el poco sol que me tocaba, ya que nuestras incursiones se hacían de noche, y durante el día me encerraba en mi casa, a soñar con los libros de mis abuelos y a estar con este estúpido profesor, que me enseñaba a tocar el piano de cola del salón, recubierto por un mantel blanco mientras mis dedos  lo recorrían notando como el espeso polvo del melocotonero jugaba con mis dedos. “De grande té servirá, Gerard” decía constantemente mi madre, mientras hacía morros. Solo necesitaba una cosa de grande y sabía cuál era. A los dieciséis años, Frank ya había descubierto los poderes alucinógenos de la marihuana que nos tendía el viejo cuervo, un hombre que después de que su mujer muriera en un siniestro, se había resignado a vivir en un pequeño palacio, en la avenida Breekland. Eran medianos de los noventa, y Frank tenía claro que estaba en contra de la política “virgen hasta el matrimonio”. Su vida en esos momentos eran noches de lujuria, y yo le continuaba siguiendo a todas partes, por si algún día quería descubrir su sexualidad. Pero lo único que conseguía era un desfile de chicas que me presentaba Frank cada día después del atardecer. Siempre había algún beso de cortesía, siempre había caricias y manoteos, pero cuando llegábamos a un descampado y ella empezaba a descordar mi cinturón, rechazaba sus abrazos y resignado, cogía la chaqueta por el hombro y me iba a ver como estaba él. No había día que no estuviera en el lavabo, sintiendo sus gemidos y los de la afortunada, deseando que esa fuera yo. Pero Frankie a los 16, solo esperaba mujeres, mujeres y más mujeres, mientras mis pies se estaban desfasando de la tierra y empezaban a flotar y mi cabeza daba tumbos, por culpa del alcohol. Mis dedos recorrían el mármol delicadamente y mi nariz esnifaba el polvo blanco me recordaba a mis días de piano, intentando no tropezarme. Lo último que recuerdo es el sonido de un golpe seco y un fuerte dolor en la nuca. Y sus gemidos cesando de golpe.



Aunque tenía los ojos cerrados y la conciencia perdida, pude casi ver todo, con las orejas. La chica se aproximó hacía mí. No sé cómo era, solo podía correr mi imaginación para los gestos. Se quedó a algunos centímetros con la mirada curiosa. Supongo que no se debía a atrever a tocarme. Detrás sentía una hebilla de cinturón cerrándose. Me imaginaba Frank, ajustándose el pantalón y encendiendo un cigarrillo, con su mirada perdida en el techo y exhalando el humo, mientras pensaba que hacer. De pronto se giró y sus ojos se debían clavar en mi con despreció, porque note un escalofrió recorriendo mi columna.
-Y Ahora? –Preguntaba la chica cuyo nombre desconocía.
-Sabes conducir?
No hubo respuesta. Pero me parecía insoportable, porque cada palabra se clavaba en mi frente, haciéndome un fuerte eco. De pronto, flote. No, no; no flotaba. Estaba en brazos de mi querido. Notaba sus músculos como cojín y el humo del cigarrillo dándome en la cara. Sus suspiros de esfuerzo me llegaban  como la inspiración le llegan al músico. Del calor de la sala de conciertos pase al frio de la calle a las dos de la mañana. De pronto notaba mis mejillas helada, y unas suaves manos me rozaron la cara para poner una sudadera encima de mi cuerpo. Se abrió una puerta del coche, y me colocaron estirado, de lado. Mis pupilas podían ver diferentes colores y negros o blancos más intensos. Sentía la vibración del coche en mi cuerpo. El coche se paró y entonces volví a la conciencia. Sentía los labios impotentes y llenos de una substancia babosa. No podía pronunciar palabra. Frank le decía algo a la chica… <<Vamos a tomar algo?>> No, no era eso…
-Vamos a dejarlo- A dejarlo? A que te refieres Frank? Me volvió a coger, pero con brusquedad y prisas. Note el suelo frio en mi cara, balbuceaba algo pero no me lograban oír. Y vi como sus pasos aceleraban, caminaban, más rápido… corrían… Y se largaban en el coche. Mis heladas mejillas de pronto estuvieron recubiertas por agua salada. Me habían dejado allí? No habían ni pasado dos minutos, que llego una ambulancia y que en tropezar conmigo delante de la puerta del hospital central, me acogió. Pasaron unas semanas llenas de blanco, de personas  con batas, medicamentos y obligación de beber mucha agua. Cada día que pasaba, mis verdes ojos se iban apagando  más. Hasta que un milagroso  día me dieron el alta. Se estuvieron largo rato hablando con mi madre. Mi hermano me miraba con lastima. Por las drogas o por Fra…?
Cuando llegamos en casa, mi madre me decía con hilito de voz que prepare una maleta y que me vistiera lo mejor posible, que me iba de vacaciones y que en media hora nos íbamos de la casa. Todo transcurrió tan deprisa y confuso. Volvía a casa por volver a alejarme. Así que en el coche mi hermano me tapó los ojos, para que no pudiera ver nada.
-Estamos a punto de llegar al aeropuerto, y no queremos que sepas tu destinación hasta que te dejemos solo
Ese estado de cegeza me recordó en la noche que me dejo en aquella fría calle con estado de impotencia.
Noté que el coche se paraba y mi hermano me ayudo a levantarme del asiento. Me condujo por una calle con bastante tránsito y el sonido de los coches se cambió por mormullos secos y risas agotadas. El brazo de mi hermano se en retiró y el de un desconocido empezó a guiarme. “Señor Way, ya puede quitarse el pañuelo si quiere”. No puedo imaginar ese instante como otra forma: Un pobre muchacho con el pelo negro despeinado la camisa blanca y la corbata negra metida dentro un chaleco en conjunto con la americana y los zapatos Oxford. Su mirada se confundía con la de sorpresa, confusión  y… soledad. En su mano tenía una de esas maletas de cuero que recordaban a los bolsos de los ajetreados médicos  de dos siglos antes. Y en su brazo pendía una enfermera, que lo guiaba hacía una puerta de metal. Llego otra enfermera. Mi cara era enfermiza. Mis ojos tendían a llorar. La enfermera saco un manojo de llaves. Introdujo la llave. La puerta se abrió. Y los cojines. Y la desesperación.
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